Palabra eterna del Padre, Estrella de la Mañana. Cordero de Dios, Sanador, Salvador, e Hijo del Altísimo. Estos son solo algunos de los nombres que podríamos atribuir al Señor Jesucristo, y cada uno de ellos es una expresión de su gloria insondable. Pedimos a algunos de nuestros escritores que escribieran breves meditaciones sobre seis aspectos de la personalidad del Señor Jesús. Cristo como Testigo, Profeta, Intercesor, Guerrero, Sacerdote y Rey.
TESTIGO
Porque Él reina sobre el universo, no es ninguna sorpresa la larga lista de nombres con que describimos los oficios del Señor. Rey de reyes, Señor de señores, el Alfa y la Omega —la lista es extensa. Pero uno nuevo que encontré hace poco despertó mi curiosidad. Entre las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento, Cristo es llamado “testigo a los pueblos” (Is. 55.4). Jesús aceptó este título en el diálogo que tuvo con Poncio Pilato, al decir que había nacido para dar testimonio de la verdad (Jn. 18:37).
En respuesta a esta afirmación, Pilato le preguntó a Jesús: “¿Qué es la verdad?”, pensando tal vez que la palabra era un poco vaga (v. 38). Por supuesto, nada de lo que corresponde a la realidad palpable está incluido dentro de esa categoría. Pero, ¿qué “verdad” fundamental anunció este Testigo a lo largo de su ministerio?
Tengamos en cuenta que antes de la crucifixión, el “plan de salvación”, como solemos llamarle en los folletos de evangelización, no estaba listo para ser impreso. Sin embargo, no vemos a Cristo sin saber qué hacer por falta de material para “testificar”. Él tenía mucho que decir, y a menudo se refería a un interés más fundamental: nuestra imagen errónea de Dios.
Cuando permitimos que el concepto de Dios sea distorsionado, justificamos nuestra rebeldía contra Él. En el Edén, por ejemplo, la serpiente le dijo a Eva que el Creador prohibió comer del fruto por temor a que ella descubriera su propio poder divino. Al aceptar esta mentira de que el Altísimo era alguien egoísta e inseguro, Eva desconfió de los propósitos de Dios y por eso lo desobedeció, creando así una herencia de pecado. Pero Dios, que nunca estuvo dispuesto a abandonar a las personas, tenía un plan para redimirnos, un plan que involucraba la reiterada revelación de su bondad.
Entonces hizo su entrada en escena Jesús, la imagen del Dios invisible. Lleno de gracia y de verdad, vino a dar testimonio de la naturaleza del Padre. Mientras que la cultura que rodeaba a Jesús creía que la riqueza material era evidencia del favor divino, su testimonio como la Imagen Verdadera demostraba amor por los pobres, y deseo entrañable de estar entre ellos. Cuando los fariseos argumentaron que sanar en el día de reposo estaba prohibido, esta Imagen Verdadera dio por hecho que había una prioridad mayor: las personas. Jesús las amaba, comía con ellas, lloraba por sus sufrimientos, curaba sus enfermedades, y siguiendo la dirección del Padre, destruyó la obra de Satanás en sus vidas (8:28).
Al resumir su ministerio, Jesús le dijo a Felipe: “Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais” (14:7). Los Evangelios ponen atención especial a cómo trataba Jesús a las personas, y a los aspectos del ministerio a los que Él daba prioridad. Frente a la mentira de Satanás en el Huerto, Dios quiere su bienestar y bendice a quienes andan con Él.
-Patrick Wood
PROFETA
La palabra profeta se deriva de dos palabras griegas: pro, que significa “antes” y “para”; y phemi, que quiere decir “declarar o hablar”. Quizás por el origen de la palabra, la gente cree que la única tarea del profeta era predecir eventos futuros. Sin embargo, el oficio normalmente exigía mucho más. Algunos llevaban advertencias de juicio a la nación, mientras que otros transmitían mensajes acerca de la voluntad de Dios, con frecuencia a reyes. No importaba cuál fuera el auditorio de los profetas, todos ellos tenían que confrontar a quienes los oían, y amonestarlos a abandonar el pecado y la idolatría (Jer. 18:1-11). Muchas veces, enfrentaron la persecución, la cárcel o la muerte.
La unción del Señor era lo que distinguía a los profetas, y lo que les daba autoridad. Y es por su singular unción que Jesucristo ocupa y supera este rol. El apóstol Juan escribe: “En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios… Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros (y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre), lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1:1, 2, 14). Jesucristo no se limitó simplemente a llevar la palabra de Dios como los otros profetas. Antes bien, Él es Dios manifiesto, y todos los que lo vieron y oyeron, vieron al Padre (Jn. 14:9).
Dios le dijo a Moisés: “Profeta les levantaré de en medio de sus hermanos, como tú; y pondré mis palabras en su boca, y él les hablará todo lo que yo le mandare” (Dt. 18:18). Jesús, el cumplimiento de esta profecía, revela directamente no solo las palabras del Padre, sino también su carácter y su voluntad. Totalmente Dios y totalmente hombre, el Señor Jesús sirve como el mediador definitivo entre la humanidad y lo divino. También cumple a cabalidad las tres funciones principales de un profeta: maestro, vidente y portavoz del juicio de Dios.
En todo su ministerio, Jesucristo enseñó con autoridad propia, y fue llamado maestro tanto por sus discípulos y el pueblo, como por el joven rico que reconoció su autoridad (Mr. 10:17). Predijo grandes acontecimientos, como la destrucción del templo (Mr. 13.2) y la negación de Pedro (Mt. 26:34). Todo juicio le es dado por el Padre (Jn. 5:22), y como nuestro profeta eterno, Él será quien juzgue a las naciones según sus obras (Ap. 22:12).
El mismo Jesús que caminó con Pedro y Mateo nos acompaña hoy. El Salvador que alimentó a cinco mil personas sigue siendo el Pan de Vida para todos los que creen en Él (Jn. 6:35). El que está sentado a la diestra del Padre sigue sirviendo como nuestro profeta, llamándonos al arrepentimiento y al gozo eterno de la salvación.
-Jamie Hughes
INTERCESOR
Es posible que al dejar su hogar y mudarse a un país cuyo idioma no conocía, no pasara mucho tiempo sin que la más simple de las situaciones se convirtiera rápidamente en una crisis. Sin una manera de entender o ser entendido, haciéndole sentir impotente y paralizado entre dos mundos.
Pero, por otro lado, el haber conocido a alguien que hablaba con fluidez ambos idiomas, debió haber cambiado todo. Sin ayuda, usted estaba desconectado, pero este intercesor se convirtió en su conexión. Y si por medio de su nuevo amigo usted empezó a aprender el nuevo idioma, seguramente su vida cambió. Este país que una vez le era desconocido, pudo llegar incluso a convertirse en su hogar.
Esta clase de relación transformadora es la que está en el corazón de Romanos 8, donde Pablo pinta una imagen de Cristo como nuestro Intercesor. El apóstol, que antes había sido un extraño a la fe y había perseguido a los cristianos, había experimentado personalmente el paso de la desconexión a la conexión. “Estoy convencido”, concluye él jubilosamente, “de que nada podrá jamás separarnos del amor de Dios, que está revelado en Cristo Jesús nuestro Señor” (vv. 38. 39 NTV [Nueva Traducción Viviente]). El trabajo de este Traductor, que vino a comunicarnos el amor de Dios en nuestro propio idioma, es tan grandioso que se convirtió en un puente eterno para nosotros.
Aun después de haberse revestido con la gloria que había dejado de lado para convertirse en uno de nosotros, Cristo no desechó su identificación con nosotros. Su humanidad encarnada sigue unida permanentemente a su divinidad, y gracias a eso la humanidad tiene comunión con la Divinidad; Jesús se hizo como nosotros para que nosotros pudiéramos ser como Él y experimentar la unidad con nuestro Creador. Por medio de Él, estamos continua y eternamente conectados con nuestro verdadero hogar.
Pablo nos dice que en Cristo ya no estamos restringidos a la cronología lineal de la Tierra ni a las limitaciones de nuestra carne humana (8:1-13). No solo somos redimidos por Él, sino que también nos invita a ser parte de su plan redentor para el mundo (8.14-25). Nuestro Puente, en cuyo ser todas las cosas subsisten, existía antes del tiempo (Col. 1:17). Jesús es el unificador eterno, el que nos conecta a la vida con Él (3:3).
El papel de Jesús como Intercesor arroja luz sobre el misterio de la Encarnación —Él siguió siendo totalmente divino, al mismo tiempo que totalmente humano. Siendo siempre uno con la Fuente, Cristo mismo se convirtió en ese poder conector. Y porque su Espíritu vive en nosotros, incluso cuando nos sentimos abrumados por la desconexión de nuestro mundo, el Señor atrae constantemente nuestros corazones, una y otra vez, a Él (Ro. 8:26, 27).
Con Cristo como nuestro Intercesor, no hay fuerza en la Tierra ni en el reino espiritual capaz de hacernos volver a la separación. Él ha abierto la puerta de par en par, dándonos la bienvenida a nuestro nuevo hogar, para siempre.
-Erin Gieschen
GUERRERO
Para los judíos era desconcertante que nuestro Salvador naciera manso y humilde; que le dijera a Pedro que envainara su espada; que llevara a cuestas su cruz; que se negara a bajar de ella aun cuando lo provocaron diciéndole que se salvara a sí mismo. Él es el Cordero, el Médico y el Reconciliador, y uno puede cometer el error de pensar, como lo hacen muchos, que era un pacifista.
Sin embargo, echó a los cambistas del templo, llamó “víboras” a los fariseos, y dijo: “Fuego vine a echar en la tierra, ¿y qué quiero, si ya se ha encendido?” (Lc. 12.49). Estamos acostumbrados a pensar de Cristo como nuestro tranquilo Salvador, pero hay que recordar que Él era un guerrero; sus enemigos son el diablo y la muerte, y sólo un poderoso combatiente podía habernos rescatado de sus garras.
“Christus Victorioso” es como el predicador luterano Gustavo Aulen llamaba a Jesús —un nombre que inspiró un importante tema en los escritos de algunos de los autores más importantes de la iglesia primitiva. Ireneo, el teólogo cristiano del siglo III, escribió que Cristo bajó del cielo no simplemente para salvar al hombre, sino también para emprender una guerra contra el pecado y la muerte. Y en Lucas 10.19 leemos que Jesús da a sus apóstoles “potestad de hollar serpientes y escorpiones, y sobre toda fuerza del enemigo”. El Hijo de Dios no solo es guerrero, sino además capitán de los guerreros cristianos, haciendo posible que cada uno de nosotros obtenga la victoria sobre el pecado.
Por su parte, el teólogo Gregorio de Naziano del siglo IV, enfatizó la divinidad de Cristo, escribiendo que fue Dios mismo quien derrotó a la muerte para lograr la reconciliación con el hombre. Atanasio, escribiendo en siglo III sobre el martirio de los cristianos bajo el dominio romano, señaló el grandioso efecto de la victoria de Cristo: “La muerte se ha convertido en un tirano que ha sido vencido completamente por el legítimo monarca; atado de pies y manos como está ahora, quienes pasan frente a él lo golpean y lo ultrajan, ya sin miedo de su crueldad y de su furia, gracias al rey que lo ha vencido” (Sobre la Encarnación).
Por eso, los primeros cristianos cantaban en la Pascua de Resurrección: “¡Cristo ha resucitado de entre los muertos, con su muerte ha vencido a la muerte! El poderoso guerrero viene, por su gran amor a su más favorecida creación, y aunque Él es bueno con nosotros, no tiene piedad con el enemigo que devora a sus hijos, que es la muerte que vino a este mundo por nuestro propio pecado, ni para con el diablo que busca nuestras almas. Cristo el Guerrero viene, y sus hijos acosados por el pecado se regocijan.
-Tony Woodlief
SACERDOTE
¿Sabía que tenemos a alguien que habla con Dios a favor nuestro, un sacerdote cuyo sacrificio expía nuestros pecados? Nuestra maldad nos separa de Dios, por lo que todos necesitamos a alguien que se ponga en la brecha por nosotros. Afortunadamente, para quienes hemos recibido a Jesús como Señor, Él no solo es nuestro Salvador, sino también nuestro Sacerdote personal.
Si usted hubiera vivido antes de la venida de Cristo a la Tierra, de su muerte en la cruz, y de su resurrección, tratar con el pecado significaba que usted llevaba ofrendas al templo y un sacerdote las sacrificaba a Dios a favor de usted. Usted no podía ir directamente a Él para ser limpiado de sus pecados. Por la santidad de Dios, nadie podía estar en su presencia sin cumplir primero con varios requisitos y seguir una serie de complicados ritos de purificación. De hecho, el Lugar Santísimo del templo —donde Dios habitaba detrás de un velo— era tan sagrado que el sumo sacerdote se ponía campanas y se ataba cuerdas para que lo sacaran en caso de que cayera muerto por estar mal preparado para estar en la presencia del Señor.
Pero este sistema de sacrificios limpiaba el pecado temporalmente. El sacerdote estaba limitado por su condición de impureza espiritual, y lo temporal de sus sacrificios. En algún momento, el pecado regresaba, y se hacía necesario un nuevo sacrificio.
La buena noticia es que con Cristo como nuestro Sumo Sacerdote ya no tenemos necesidad de que otros se pongan en lugar nuestro, ni que hagan sacrificios a Dios a nuestro favor. Jesús no está limitado por la muerte ni el pecado; Él vive, es eterno, y es absolutamente santo —no tiene necesidad de ninguna purificación. Su sacrificio en la cruz es suficiente para todas nuestras transgresiones (He. 8:7, 10). La naturaleza de Jesús supera con creces cualquier capacidad humana de reconciliarnos con el Padre celestial. Él es el único sacerdote que puede hacernos uno con Dios por la eternidad.
Cristo nos da una nueva relación caracterizada por el amor de Dios. Tenemos el amor del Padre, porque Él ama a su Hijo, quien nos amó tanto que murió por nosotros. Así es como pueden nuestros amigos que están desconectados de Dios, descubrir su presencia. Pues su amor dentro de nosotros, es evidencia de la existencia del Padre celestial y de su interés por ellos.
Cristo vino para poder ser el sacerdote de todos, llevando a toda persona que lo desee, a tener una relación correcta con el Padre. Porque Él es Dios, Jesús va más allá de los antiguos requisitos de santidad ritual, y hace expiación por nuestros pecados. Todo esto lo hace para que podamos recibir vida y experimentar una paz que solo se logra conociéndolo a Él como nuestro Sacerdote.
-Linda Canup
REY
Usted se da cuenta cuando lo ve: esa digna combinación de gran autoridad y verdadera humildad. Porque esa mezcla es difícil de encontrar entre personalidades públicas que buscan vivir aparentando lo que no son.
Salomón pudo haber tenido sus defectos, pero el ego no era uno de ellos. Había sido exaltado a una posición elevada, pero Dios quería que tuviera algo más. El Señor se le apareció en un sueño, y le dijo: “Pídeme lo que quieras que yo te dé” (2 Cr. 1:7). En esencia, a Salomón se le pidió que pensara en el uso correcto de un cheque en blanco. Lejos de buscar su propio interés, respondió: “Me has puesto por rey sobre un pueblo numeroso como el polvo de la tierra. Dame ahora sabiduría y ciencia, para presentarme delante de este pueblo; porque, ¿quién podrá gobernar a este tu pueblo tan grande?” (v. 9, 10).
Complacido por la madurez de Salomón, Dios le concedió la petición, dándole una sabiduría sin precedente. Por medio de ella recibió más riquezas, poderío militar y apoyo internacional que a cualquier otro gobernante de la historia. Reyes extranjeros viajaban grandes distancias y pagaban elevados honorarios para ser testigos de esa sabiduría. Ninguna pregunta o enigma, sin importar el tema, lo dejaba perplejo, y gracias a su consejo, ningún mal político y económico estaba más allá de ser curado. En cierto sentido, fue ungido “con óleo de alegría”, y exaltado sobre sus compañeros (Sal 45:7).
Pero aun mayor es Aquel que hizo a Salomón. Como Rey de reyes, Jesús es la máxima expresión de la realeza y el ejemplo por excelencia de los atributos de ella. En el Salmo 45 están especificadas sus características reales, varias de los cuales prefiguró Salomón. Entre ellas está la gracia derramada en sus labios (v. 2). Siendo un niño de doce años de edad, Jesús sorprendió a los eruditos con su capacidad para formular preguntas inteligentes y dar respuestas claras (Lc. 2:42-48).
Años después, ante un auditorio en Capernaum “todos daban buen testimonio de él, y estaban maravillados de las palabras de gracia que salían de su boca” (4:22). Pronto, la noticia de la sabiduría del Señor se extendió como pólvora. La gente se sentía atraída por la autoridad de sus palabras. Buscaban su discernimiento en asuntos políticos, legales y teológicos. Y al igual que Salomón, frustró a quienes esperaban dejarlo perplejo.
Pero, a diferencia de Salomón, Cristo es el Rey supremo y eterno a cuyo trono todos tenemos acceso. No hay que pagar ningunos honorarios: ya fueron pagados con sangre y ninguna riqueza del mundo podría igualarse con el valor de su presencia. Puesto que Jesús está presente en todas partes y llena todas las cosas (Ef. 4:6, 10), podemos conversar con Él en cualquier momento. No hay preocupación en nuestro corazón que no sea suficientemente importante para la sabiduría del consejo del Señor. Tal es la humildad de nuestro Rey. Mejor es un día en sus atrios que mil fuera de ellos.
-Patrick Wood
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